VI
El Enamorado
El cocinero real
Cada mañana, muy temprano mucho antes de comenzar su trabajo, el cocinero real se paseaba por el bosque y los huertos, llegaba hasta el mar, volvía por el sendero bordeado de jardines y entraba con paso lleno de regocijo en su cocina, no sin antes detenerse un par de minutos a respirar el cielo.
Elegía cada ingrediente personalmente. Ganaderos, agricultores, criadores y vinateros le consideraban persona de muy buen paladar y por lo tanto sabían que era exigente pues le habían visto rechazar un producto de muy buena calidad por no ser excelente. Se había hecho famoso cuando el rey había probado uno de sus platillos, un postre. Fue al final de un verano lluvioso, la tarde era fresca, la corte se aburría.
Melocotón a la Munient
Se toman cuatro melocotones blancos que se pelan con cuidado y colocan en una cacerola lo suficientemente profunda para cubrirles. En ella se echa muy despacio 750 ml de cava, 250 ml de agua, dos cucharadas de azúcar y un trozo de vaina de vainilla a gusto. Se deja todo sobre el fuego lento y suave para que se vaya cociendo muy despacio. Cuando hierva hay que controlar muy de cerca el punto de cocción ya que los melocotones deben quedar al dente por dentro y tiernos por fuera.
A parte se prepara la salsa para la cual se necesita frambuesas, nata y azúcar glas. Se tritura las frambuesas (a una media de seis a diez por comensal y melocotón) y a continuación se pasan por el chino. Con tres cucharadas de azúcar glas se monta la nata ligeramente (medio litro será suficiente), es importante no alcanzar el punto máximo de montura. Luego incorporamos el puré de frambuesas delicadamente. Dejar reposar en la nevera unos treinta minutos y luego sacar unos cinco minutos antes de servir para que se temple.
Se sirve en plato hondo colocando la salsa hasta que casi cubra la hendidura (con el melocotón luego no debe rebasar dicho límite), encima se pone la fruta cocida. Puede adornarse con un par de hojitas de menta sobre cada pieza de fruta.
A medida que saboreaba aquella delicia, cada cucharada le susurraba al monarca apaciblemente la armonía de la levedad. Cuando acabó no pudo repetir porque hay sabores y secretos que deben permanecer únicos. La avenencia de aquella dulce experiencia le embriagaba. Se dijo a sí mismo con melocotonera firmeza que aquel cocinero permanecería a su lado a pesar de las ácidas reticencias que ya presuponía en la reina.
El cocinero despertó en un palacio magnífico soñando aún con su antigua posada que recordaba con cariño. Pero no la echaba de menos, pues sus nuevas posibilidades le hechizaron piadosamente y con el hechizo creó encantamientos culinarios que siempre había soñado y hasta entonces no había podido hacer reales. Podía experimentar cuanto se le ocurría bajo la protección de aquel rey encantado. Podía llegar a la cima del arte y su cocina era un laboratorio alquímico del espíritu. Era lo máximo a lo que podía aspirar. La sensación de felicidad que le acompañaba y protegía no puede contarse, no por secreta sino por inabarcable. Aparentemente nada nuevo ocurría cada día, seguía trabajando, cocinando, mezclando, batiendo, sazonando. Él se sentía feliz. Todo plural y sosegado, tan tiernamente extraño y dulce. El cocinero real ya llevaba más de un lustro obsequiando regias experiencias, superándose a cada bocado, a cada plato. Era feliz y se sentía seguro.
Cuando llegaron de una corte del lejano oriente a visitar al rey, el cocinero se esmeró aún más. A los postres, la guerra ya había estallado musitadamente. No fueron los exquisitos manjares capaces de atenuar las insurgentes intrigas políticas, pero sucedió algo más grave aún.
Cuando preparaba los nuevos sabores para aquella corte, el cocinero tuvo ocasión de probar algunas especies y recetas que la comitiva oriental había traído consigo. Su paladar se asombró por primera vez en mucho tiempo y a cada amanecer el cocinero veía el horizonte y en el este adivinaba sensaciones que no podía evitar. Comenzó a contemplar su cocina, su propio reino, con melancolía. Al darse cuenta se sintió ingrato y despiadado para con su vida y su protector. Y aún más: para con su suerte.
El rey había adivinado el interés del cocinero y bien se ocupó de adularle más, de hacerle más regalos, entregarle más honores. Con cada uno de ellos aumentaba la amargura del gran chef.
No tientes la suerte, se decía el cocinero, no tientes la suerte. Decidió que aquella inconformidad injusta que crecía indomable dentro suyo se pasaría cuando los cocineros orientales se marcharan. Partieron. Empezó la guerra. No obstante, el cocinero real se había enamorado de sabores enemigos y bocados lejanos. Llevó su pasión en secreto pues no corrían tiempos para demostraciones exóticas.
Inevitablemente su cocina se volvió cada día más dolorosa y más austera.
En su casa guardó un cofrecito de sándalo en el que aprisionaba una flor de tamarindo y en ella su corazón. Quizás algún día la abriera y tomara la flor para partir lejos.
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Decidir. Qué difícil a veces; qué fácil, otras. El cocinero real se encuentras en uno de esos momentos que nos resultan tan familiares. Me resulta difícil decir qué habría hecho yo en su lugar. Me aventuro incluso a suponer que si hubiera leído un cuento así hace diez años mi respuesta a “¿Qué habrías hecho en lugar del cocinero real?” habría sido diferente.
Y más aún, no puedo aventurar qué postura tomaré dentro de otros diez años. Aunque puedo imaginar la respuesta que daré dentro de diez años así como la que hubiera dado hace otros diez. Decidir cambia con los años porque nos vemos envueltos de experiencias. Son éstas las que nos empujan hacia un lado o el otro.
A veces hay que rezar un poquito, inclusive. A veces hay que tirarse al vacío. A veces hay que esperar. A veces hay que escucharse sin dilación. A veces hay que meditar. No se trata simplemente de decidir, no es tan simple. ¿Me quedo con el Rey o me voy a Oriente? ¿Desde qué parte de mí decido? ¿Desde el deseo, desde el amor, desde mi propio interés, desde el miedo, desde el deber, desde el impulso de un recuerdo....? ¿Y si soy capaz de darme cuenta de qué representan para mí el Rey y Oriente podré decidir desde mí mismo, desde mí misma?
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La anterior es una pequeña muestra del Libro A, el que me llevó hasta la editorial y que no se publica de momento. Hoy lo echo de menos. Es mi libro preferido. A veces creo que he creado este blog para este otro libro que sí se publica porque no lo quiero tanto como al Libro A. Y me siento un poco culpable. Digamos que a uno estoy más unida que al otro, o como se suele decir con los eufemismos modernos: estoy unida de manera diferente. Hoy me gustaría que el libro del curso práctico fuera un proyecto que se va a publicar y que el otro, el Libro A, fuera el que está en imprenta. Es un día así y raro y melancólico... es un día más.